Esa mañana me desperté sollozando como las plañideras en los funerales. Tomé un café para despejarme y, sin olvidarme de la obligada ausencia de Laura, me fui corriendo escaleras abajo a coger el 42.
Estaba el autobús, como siempre, lleno de gente variopinta y ausente y, como casi siempre, con alguien dando la nota. El tipo iba vestido de forma estrafalaria con unos ropajes raídos y negros y una gorra cuajada de lágrimas de plata, superpuestas unas sobre las otras. La cara exageradamente maquillada y con una sonrisa que incitaba al repudio. No obstante, presentaba un par de dientes que asomaban convulsivamente cada vez que se reía, y no paraba de reír el muy cabrón.El ruido en el 42 era habitualmente enorme, más a esa hora en la que la mayoría de los viajeros son gente con prisa y con la mente en no se sabe dónde. Al llegar a la estación del Norte, el jovenzuelo histriónico y grosero, se bajó gritando a todos los que aún permanecíamos en el autobús. - ¡Mierda, mierda, mierda! - riéndose a mandíbula batiente, enseñando unos horribles y sucios dientes, rezumando sarro y restos de comida. Haciéndonos un corte de mangas general, nos dejó en esa parada. Jamás le volví a ver, pero su cara y su expresión desencajada nunca las podré olvidar. Se lo consulté a mi psiquiatra, pero ella no estaba por la labor de ayudar. Sólo me dijo que era cuestión de esperar. Todavía, y han pasado diez años, me estoy preguntando a qué. Sigo soñando con ése tipo estúpido y con sonrisa burlona y desagradable que se ha metido en mi vida, espero que no para siempre. Para distraerme, leo en casa a Cortázar que con su juego de palabras correctas y frases perfectamente construidas consigue que me evada leyendo sus textos, haciéndome pensar que quizás no deba coger más el 42, aunque en él siga viajando Laura que, cuando la veo, me hacer recordar aquello que don Julio se encargó de aclararme, ¿o quizás confundirme?, en alguna ocasión que coincidimos en el cafetín parisino donde nos echábamos unos carajillos que olían a palo de santo:- Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra "madre" era la palabra "madre" y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mi un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba. Maravilloso Cortázar, impío de mí, que sigo obsesionado con el 42. Y con Laura, claro.
Fuente: Relato contenido en ESPEJOS, de Francisco de Borja Gutiérrez. El País Literario Editorial. Colección NARRATIVA.
1 comentario:
Es muy bueno el relato.
El tema de recordar caras me hace temblar.
Y con Cortazar, cambia todo.
besillo
silvia
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